En aquella aldea perdida en un rincón de Arabia, el pordiosero más pobre dormía cada noche en el zaguán de una casa diferente. Cada día se recostaba de un árbol distinto, mano extendida y el pensamiento lejano, esperando reunir algunas monedas con lo que comer.
Todos lo consideraban el más sabio del pueblo, por su larga experiencia de vida.
Y como estamos contando un cuento, un día el rey apareció en la plaza para darse un baño de pueblo, como diríamos ahora. Tropezó con Latif. Alguien le dijo que era el más pobre del reino pero el más respetado por su sabiduría.
--¡Qué bien! -dijo el rey. A ver, buen hombre, si me contestas una pregunta te doy esta moneda de oro.
--Puedes quedarte con tu moneda que no la necesito. ¿Cuál es tu pregunta?
En lugar de algo sencillo, desafiado por la respuesta de Latif, le consultó algo complicadísimo que le quitaba el sueño. La respuesta fue justa y creativa, sorprendiendo al rey.
Al día siguiente el rey regresó directamente donde Latif, haciéndole otra pregunta que tuvo sabia respuesta. Maravillado, se quitó las sandalias sentándose a su lado.
--Te necesito, buen hombre. Me agobian los problemas. No quiero perjudicar a mi pueblo ni ser un mal soberano. Te invito a venir a mi palacio para que me asesores. Nada te faltará y serás respetado por todos.
Esa misma tarde llegó Latif al palacio, asignándole una lujosa habitación cercana a la del rey. Día tras día el rey le consultaba y Latif contestaba con claridad y precisión.
Y como la envidia mata y los celos corroen el alma, los cercanos al rey temieron perder su influencia y que sus intereses se perjudicaran.
--Tu amigo Latif conspira para derrocarte-le dijeron. Cada tarde se oculta en un pequeño cuarto y se reúne no sabemos con quien. Le hemos preguntado y contesta con evasivas.
Esa misma tarde, desde una esquina escondida, el soberano vio a Latif llegar al cuartucho, mirar hacia los lados y con la llave que colgaba en su cuello abrir la puerta y escabullirse sigilosamente hacia adentro.
El monarca golpeó la puerta y Latif, luego de preguntar quien era, abrió inmediatamente. No había nadie allí, salvo Latif. En el piso, un viejo y desgastado plato de madera; en un rincón, una vara de caminante y en el centro, una túnica harapienta colgando de un gancho del techo.
--¿Conspiras contra mí? ¿Qué buscas aquí si no te ves con nadie? ¡Yo te he puesto a vivir entre lujos y tú vienes a este cuchitril a escondidas!
--Majestad -dijo Latif mientras acariciaba la raída túnica. Hace tan sólo seis meses apenas tenía esta vestimenta, este plato y esta vara de madera. Ahora estoy tan cómodo que vengo cada día para asegurarme de no olvidar quien soy y de donde vine. Si perdiera la humildad, perdería la sabiduría…
“Oh Jesús, manso y humilde de corazón, que siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo.” (Cardenal Merry del Val).
Todos lo consideraban el más sabio del pueblo, por su larga experiencia de vida.
Y como estamos contando un cuento, un día el rey apareció en la plaza para darse un baño de pueblo, como diríamos ahora. Tropezó con Latif. Alguien le dijo que era el más pobre del reino pero el más respetado por su sabiduría.
--¡Qué bien! -dijo el rey. A ver, buen hombre, si me contestas una pregunta te doy esta moneda de oro.
--Puedes quedarte con tu moneda que no la necesito. ¿Cuál es tu pregunta?
En lugar de algo sencillo, desafiado por la respuesta de Latif, le consultó algo complicadísimo que le quitaba el sueño. La respuesta fue justa y creativa, sorprendiendo al rey.
Al día siguiente el rey regresó directamente donde Latif, haciéndole otra pregunta que tuvo sabia respuesta. Maravillado, se quitó las sandalias sentándose a su lado.
--Te necesito, buen hombre. Me agobian los problemas. No quiero perjudicar a mi pueblo ni ser un mal soberano. Te invito a venir a mi palacio para que me asesores. Nada te faltará y serás respetado por todos.
Esa misma tarde llegó Latif al palacio, asignándole una lujosa habitación cercana a la del rey. Día tras día el rey le consultaba y Latif contestaba con claridad y precisión.
Y como la envidia mata y los celos corroen el alma, los cercanos al rey temieron perder su influencia y que sus intereses se perjudicaran.
--Tu amigo Latif conspira para derrocarte-le dijeron. Cada tarde se oculta en un pequeño cuarto y se reúne no sabemos con quien. Le hemos preguntado y contesta con evasivas.
Esa misma tarde, desde una esquina escondida, el soberano vio a Latif llegar al cuartucho, mirar hacia los lados y con la llave que colgaba en su cuello abrir la puerta y escabullirse sigilosamente hacia adentro.
El monarca golpeó la puerta y Latif, luego de preguntar quien era, abrió inmediatamente. No había nadie allí, salvo Latif. En el piso, un viejo y desgastado plato de madera; en un rincón, una vara de caminante y en el centro, una túnica harapienta colgando de un gancho del techo.
--¿Conspiras contra mí? ¿Qué buscas aquí si no te ves con nadie? ¡Yo te he puesto a vivir entre lujos y tú vienes a este cuchitril a escondidas!
--Majestad -dijo Latif mientras acariciaba la raída túnica. Hace tan sólo seis meses apenas tenía esta vestimenta, este plato y esta vara de madera. Ahora estoy tan cómodo que vengo cada día para asegurarme de no olvidar quien soy y de donde vine. Si perdiera la humildad, perdería la sabiduría…
“Oh Jesús, manso y humilde de corazón, que siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo.” (Cardenal Merry del Val).
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