Nada sabemos del futuro –decía Jorge Luis Borges- salvo que diferirá del presente”. Es claro que no podemos imaginarnos los tiempos que vienen como una simple traslación de los datos que nos parecen relevantes a nosotros hoy. El futuro, sin embargo, se organiza en torno al cambio de valores y registros de una cantidad de variables que, ellas sí, se presentan como un conjunto mucho más estable y permanente, y en cierta medida, previsible.
La suerte de la democracia como régimen político depende de un número relativamente limitado de variables, aunque las modulaciones y las peculiaridades de cada lugar incorporen variaciones infinitas. Como en la literatura, donde los libros pueden contarse por millones, pero los relatos, en esencia, son poco numerosos; en la vida política de los países la suerte de la democracia se vincula al destino de pocas variables. Este artículo pretende examinar las variables que consideramos centrales para el destino de la democracia en América Latina, su probable evolución, y el efecto de estas posibles variaciones en la resultante final, en el plazo de la próxima década.
Los sujetos de la democracia: instituciones e individuos.
Es habitual en las Ciencias Sociales, cuando se trata de analizar o explicar ciertos fenómenos, optar por algunas variables a las cuales se atribuye un peso explicativo relativo mayor, y dejar de lado otras. Esto es justo, porque la selección sistemática e indiscriminada de posibles causas directas o indirectas de un fenómeno nos llevaría, irremediablemente, a la Historia Universal. En este artículo vamos a seleccionar las variables que nos parecen más relevantes para el destino de la democracia en América Latina. Para eso nos ocuparemos de evaluar las variables seleccionadas por diferentes corrientes de análisis y vamos a postular la importancia de otras que todavía no han sido recogidas en la literatura de la teoría democrática, pero que surgen, cada vez con mayor nitidez, como condicionantes del destino de la democracia en nuestro continente.
En principio tomaremos en cuenta las variables incorporadas al análisis por los institucionalistas y neo-institucionalistas, que jerarquizan el peso de las instituciones y reglas de juego en la suerte de las democracias. Pero, principalmente, trataremos de desentrañar las lógicas de acción de los individuos, integrantes de las sociedades y de las élites, que consideramos como los sujetos centrales de los regímenes políticos democráticos en América Latina.
De esta manera construiremos un escenario de observación donde podamos ver el peso de reglas, instituciones y procedimientos de funcionamiento de la democracia y también las necesidades de los individuos, y cómo la democracia, u otros conceptos políticos rivales, pueden ofrecer satisfacción a las necesidades de esos individuos.
Como tesis de este análisis proponemos que la suerte de la democracia en América Latina depende, primariamente, del grado por el cual este tipo de régimen garantice ciertos derechos elementales de los ciudadanos: trabajo, alimentación, salud, educación, seguridad o integración a la sociedad. De manera secundaria, su consolidación y su eficiencia consideramos que se vincula al buen funcionamiento de sus instituciones políticas y al comportamiento democrático de sus élites.
Entre las variables del primer tipo seleccionamos, en principio, el grado de exclusión social. Si mantenemos el actual grado de exclusión y marginalidad en las sociedades latinoamericanas, o si ésta aumenta, la democracia se reducirá de manera sensible, dando paso a las múltiples formas de autoritarismos o neoautoritarismos que, ya en el presente, han surgido o comienzan a surgir en el continente.
Otros dos factores sociales son de primera magnitud explicativa en el destino de la democracia: el desempleo y la seguridad ciudadana. Con muy altos índices de desempleo, marginalidad y ampliación de los niveles de pobreza, especialmente si se producen cambios de registros abruptos y negativos, se abren las puertas a estallidos sociales de resultados lesivos a la estabilidad de las democracias. La ausencia de seguridad, especialmente a través de la violencia anómica u organizada, sea por el hampa, narcotráfico o por organizaciones de guerrilla, legitima las formas violentas de cambio o de control social y las alternativas antidemocráticas de dominación.
Entre las variables institucionales de la democratización deben figurar, en primer término, las técnicas electorales que aseguren la pureza del sufragio. Mientras existan técnicas que dejen abiertas las puertas al fraude electoral, al engaño y a la estafa de la voluntad de los ciudadanos, la democracia no existirá, o no existirá como régimen consolidado. Es probable que la extraña definición de las últimas elecciones norteamericanas abra un importante espacio de debate para el mejoramiento de estas técnicas. También sería importante, a la luz de esta experiencia, que los países latinoamericanos dejaran por un momento la costumbre de mirar a los Estados Unidos como ejemplo de democracia, y observen las técnicas desarrolladas por otros países latinoamericanos que aseguran una limpieza, pureza y sinceridad practicamente absoluta del voto.
Consideraremos también otras variables institucionales. La adecuación entre sistemas de partidos y sistemas de gobierno, señalada por los institucionalistas, tiene un cierto valor predictivo del posible éxito o fracaso de las democracias de nuestro continente.
Por último retendremos otro conjunto de variables concernientes a los comportamientos de las élites políticas. Ningún diseño institucional funciona bien si las élites políticas no tienen un comportamiento democrático, que circule dentro de ciertos umbrales de aceptabilidad. La estabilidad democrática depende de ciertos comportamientos tales como el consenso en torno a las reglas de juego políticas, tolerancia, negociación, compromiso, pragmatismo. Muchas veces estos comportamientos son aprendidos o reaprendidos a partir de experiencias traumáticas, mediante un proceso que se instala en la memoria de las élites y de las sociedades en los diferentes países.
Lejos de los ojos, lejos del corazón. La democracia a domicilio.
Longe dos olhos, longe do coraçao, dicen en Brasil. Lo que no se ve, lo que no está presente en la vida cotidiana, no se quiere. Es imposible que la democracia se quiera, se valorice y se defienda si no llega a la casa de las personas mejorando sus condiciones de vida.
La suerte de la democracia, con su itinerario de éxitos o de fracasos, está directamente vinculada a la capacidad de este régimen político de satisfacer ciertas demandas básicas de los individuos que componen las sociedades. Esta precondición de la vida democrática ha sido, sin duda, percibida por los organismos internacionales orientados al desarrollo como el BID o el PNUD, los cuales promueven políticas sociales tendientes a reducir la pobreza, medida en términos de necesidades básicas insatisfechas. Ciertas limitaciones de estos programas y de las políticas sociales que se implementan localmente, problemas a los que no están ajenos la hegemonía prácticamente excluyente de los economistas y de las metodologías cuantitativas, han determinado una cierta reducción de la pobreza pero, al mismo tiempo, el mantenimiento de altísimos niveles de marginalidad. Precisamente esta marginalidad, en sus diferentes dimensiones, es hoy el principal desafío social a la consolidación y al éxito de las democracias en América Latina.
La marginalidad tiene diferentes vertientes y dimensiones en América Latina. Muchas veces se presenta como marginalidad urbana, vida en asentamientos irregulares y viviendas de emergencia, con aculturación y pérdida de referentes y valores, propios del emigrado rural que pasa a vivir en los cordones de miseria de las grandes ciudades. Este contexto es fértil para generar vínculos con antimodelos sociales o políticos, con organizaciones del hampa, del narcotráfico o con agrupaciones políticas extremistas y violentas, de variados signos ideológicos y de contenidos invariablemente antidemocráticos.
En muchos países de América Latina, a estos problemas comunes a todo el continente se suman elementos de alienación social y de contraidentidades basadas frecuentemente en una pertenencia étnica común, indígena, con una larga historia de marginación.
Es frecuente que importantes masas marginalizadas se activen políticamente mediante la incorporación de ideologías, las cuales son portadoras muchas veces de contenidos violentos, debido a que son las que mejor se adaptan a la representación del mundo de los excluídos. Esta “marginalidad ideologizada” parece ser, en ciertos casos, una de las amenazas más serias a la estabilidad política de algunas democracias del continente.
Vinculadas con estas formas de marginalidad social, varios países de América Latina han visto surgir nuevas formas de autoritarismo. Esta suerte de neo-autoritarismo se sustenta en una mezcla muy heterogénea de recursos políticos y comunicacionales. hay espectáculo, medios de difusión, marketing, Internet, plebiscitos, reelecciones insconstitucionales legitimadas por un poder judicial adscripto al poder ejecutivo, ciertos contenidos ideológicos nacionalistas o indigenistas y, sobre todo, un sustento muy fuerte en los sentimientos antisistema y en las demandas de los excluídos sociales.
En su dimensión social, las perspectivas para la democracia no son buenas, por lo menos para los próximos cinco años. Los efectos, sin embargo, de la deslegitimación social de la democracia no son en estos años tan desestabilizadores como pudieron haberlo sido en otras épocas, porque otras variables políticas antidemocráticas, nacionales e internacionales, no actúan con la misma intensidad. Es probable que en los próximos cinco años se propaguen, con idas y venidas, flujos y reflujos, algunas formas autoritarias o neo autoritarias, preocupadas sin embargo de mantener la denominación de democracias, y encargadas de satisfacer autoritariamente algunas de las demandas más fuertes generadas por la exclusión social.
Es probable que la próxima década se complete con datos más favorables para los componentes sociales de la democracia, debido a un recentraje de las políticas sociales llevadas a cabo en el continente, y a una preocupación mayor por la disminución de la marginalidad.
Los postulados institucionalistas. Las reglas hacen las democracias?
Es frecuente atribuir a ciertos factores institucionales un peso decisivo en la eficiencia y en la estabilidad de las democracias. Se ha argumentado de manera muy insistente y persuasiva que ciertas combinaciones, comunes en América Latina, como un sistema de gobierno presidencialista en un contexto multipartidista, tienen efectos desestabilizantes para los gobiernos democráticos.
Se sostiene que el multipartidismo exacerba los problemas del presidencialismo y, al mismo tiempo, que el presidencialismo colma las dificultades creadas por el multipartidismo. Los sistemas presidencialistas no tienen mecanismos que aseguren mayorías legislativas y, para complicar más las cosas, los presidentes son elegidos para un mandato con tiempo fijo, predeterminado. No hay disolución ni otra forma prevista de cambio de gobierno constitucional, con lo cual la única posibilidad de cambiar un gobierno impopular es el golpe de estado (S.Mainwaring, 1995; Juan Linz, 1994; Lijphart, 1994; Sartori, 1983,1976).
Por estas consideraciones se afirma que el sistema presidencialista junto con el multipartidismo es una combinación problemática para la democracia. Esta interpretación tiene evidentes ventajas intelectuales sobre otras. Es sencilla, explica muchas consecuencias con pocas causas y, sobre todo, permite recetar fáciles terapias institucionales a complejas situaciones políticas y sociales. Los institucionalistas tienen un éxito comparable al de los adelgazantes que se venden por televisión: son una alternativa sencilla y grata a un cambio de comportamiento en las dietas que sería mucho más sacrificado. Cambiando las reglas de juego o las instituciones se evita el proceso mucho más incierto, complejo y dificultoso de cambiar los comportamientos de la élite política y hacerlos más democráticos.
Si bien los cambios en las reglas de juego constitucionales se han difundido con cierta abundancia a lo largo del continente, los efectos beneficiosos esperados no han aparecido con mucha claridad. En el Uruguay, por ejemplo, se incorporaron cambios en las reglas de juego electorales, se introdujo el ballottage, se “modernizaron” procedimientos tradicionales de competencia y de representación, pero la reciente experiencia muestra que la gobernabilidad del país se aseguraba con mayor eficacia con el viejo sistema que con el nuevo. Esto sucede porque, también en el Río de la Plata, la gobernabilidad parece depender más del comportamiento de los actores que de los condicionamientos de las instituciones políticas.
Otro elemento “institucional”, esta vez sí más decisivo, es el del sistema de votación o de las técnicas electorales. Ninguna democracia puede sobrevivir en medio del fraude o de diversos tipos de falseamiento de la voluntad de los ciudadanos. La experiencia de las últimas elecciones en los Estados Unidos va a promover, sin lugar a dudas, una revisión de los sistemas de votación. Otras experiencias, como la de la nueva democracia mexicana, que tiene como núcleo fundacional la democratización de los procesos de designación de su élite política y la sinceridad del sufragio, van en el mismo sentido. La superación del proceso autoritario de Fujimori en el Perú, que era un régimen sustentado en procesos de manipulación electoral y fraude, es otro caso que empuja a un cuidadoso replanteo de las técnicas de votación. Por otra parte, en un campo donde las soluciones perfectas normalmente no existen, sí existen modelos o sistemas practicamente perfectos de técnica electoral que permiten asegurar elecciones totalmente limpias.
El probable movimiento de las variables institucionales en los próximos años anima a anticipar que no va a mejorar de manera sensible el problema crónico de gobernabilidad y de eficiencia de las democracias en América Latina, aunque es esperable que disminuyan sus problemas de legitimación formal en las instancias electorales. De todas maneras la dimensión probablemente más crítica para la estabilidad democrática es la que hace a los comportamientos de las élites políticas del continente.
Los comportamientos políticos democráticos. Traumas históricos y aprendizajes de la élite.
El mantenimiento de la vida política democrática necesita de la amplia difusión de ciertos comportamientos políticos dentro de sus élites, tales como la tolerancia, la aceptación de la diversidad, la aceptación de los derechos de los adversarios, menos ideología y más pragmatismo, inclinación a la negociación y al compromiso, no orientarse a fines absolutos, erradicar la violencia, no descalificar a los competidores políticos, respetar las reglas de juego democráticas. Tales comportamientos aparecen y desaparecen en la vida política de los países. Cuando desaparecen generalmente son la manifestación previa a un golpe de estado o a un período autoritario más o menos largo. Después, con los aprendizajes que dejan las experiencias históricas traumáticas, estos comportamientos vuelven a circular en las sociedades y en las élites políticas, asegurando más democracia por más tiempo.
Las trágicas experiencias de dictaduras militares por las cuales pasaron varios países de América Latina en las décadas del ’70 y del ’80, dejaron, además de profundas heridas en el cuerpo social, un conjunto reconocible de aprendizajes, explícitos o implícitos, en las élites políticas. En su mayoría, los dirigentes políticos de los países han reconocido un hilo conductor entre los comportamientos antidemocráticos, o políticamente poco responsables, circulantes en sus países en los períodos pre-autoritarios y los golpes de estado que siguieron. De la misma manera es reconocible un conjunto de cambios de comportamientos, en estas élites, que se orientan a evitar que las mismas secuencias antidemocráticas se repitan en el futuro.
Un estudio sistemático de estos aprendizajes se ha hecho para el cono sur de América Latina. Este conjunto de trabajos ha sido recogido en el libro “Political Learning and Redemocratization in Latin America: Do Politicians Learn from Political Crises?” (McCoy, Costa Bonino, Cavarozzi, Garretón. Miami. North-South Center Press.2000).
Las conclusiones de esta investigación muestran que los grupos políticos aprenden de éxitos y de fracasos, de las experiencias traumáticas o a través de una acumulación gradual de conocimientos adquiridas por ensayo y error. Estos aprendizajes pueden hacerse de manera directa o por intermedio de otros actores. Los fracasos y los traumas históricos hacen estos aprendizajes más evidentes, más visibles, porque son experiencias suficientemente fuertes como para sacudir creencias previas, orientaciones y rutinas. Sin embargo los aprendizajes traumáticos tienen sus propios límites, pues la fuerte fijación en los problemas del pasado hace que muchas veces se resuelvan ciertos problemas a expensas de crear otros problemas con una proyección compleja en el futuro. En Chile, por ejemplo, la obsesión por evitar conflictos y la búsqueda compulsiva de consensos, aprendizaje del período pre-1973, ha llevado a sofocar los necesarios debates sobre los problemas nacionales. En Argentina, la experiencia de la hiperinflación, que golpeó profundamente a la sociedad, llevó a que se resolviera al costo de un importante debilitamiento de sus instituciones representativas.
En términos generales, las experiencias de ruptura de los regímenes democráticos condujeron posteriormente, en esos países, a una reorientación de metas, objetivos y estrategias por parte de las élites políticas, con una aceptación muy amplia de las reglas de juego democráticas. Los actores políticos se preocuparon por resolver los problemas de gobernabilidad planteados por sistemas que se habían transformado en multipartidistas. Se pudo percibir también un rechazo generalizado por parte de las élites a los comportamientos con contenidos antidemocráticos, provenientes tanto de las filas militares como de grupos políticos radicales.
Tomando estos últimos ejemplos podría decirse que el futuro de la democracia en América Latina puede verse con ojos optimistas, pero como decía un humorista parodiando la famosa frase de Santayana: “ los pueblos que olvidan su pasado están condenados a cometer los mismos errores, y aquellos que no lo olvidan están condenados a cometer errores nuevos”. Es frecuente que los aprendizajes democráticos de las élites políticas eviten los mismos procesos que llevaron antes a golpes de estado, pero estos aprendizajes no incluyen necesariamente buenas estrategias para los nuevos desafíos políticos, económicos o sociales que el presente y el futuro inmediato imponen.
Es habitual en las Ciencias Sociales, cuando se trata de analizar o explicar ciertos fenómenos, optar por algunas variables a las cuales se atribuye un peso explicativo relativo mayor, y dejar de lado otras. Esto es justo, porque la selección sistemática e indiscriminada de posibles causas directas o indirectas de un fenómeno nos llevaría, irremediablemente, a la Historia Universal. En este artículo vamos a seleccionar las variables que nos parecen más relevantes para el destino de la democracia en América Latina. Para eso nos ocuparemos de evaluar las variables seleccionadas por diferentes corrientes de análisis y vamos a postular la importancia de otras que todavía no han sido recogidas en la literatura de la teoría democrática, pero que surgen, cada vez con mayor nitidez, como condicionantes del destino de la democracia en nuestro continente.
En principio tomaremos en cuenta las variables incorporadas al análisis por los institucionalistas y neo-institucionalistas, que jerarquizan el peso de las instituciones y reglas de juego en la suerte de las democracias. Pero, principalmente, trataremos de desentrañar las lógicas de acción de los individuos, integrantes de las sociedades y de las élites, que consideramos como los sujetos centrales de los regímenes políticos democráticos en América Latina.
De esta manera construiremos un escenario de observación donde podamos ver el peso de reglas, instituciones y procedimientos de funcionamiento de la democracia y también las necesidades de los individuos, y cómo la democracia, u otros conceptos políticos rivales, pueden ofrecer satisfacción a las necesidades de esos individuos.
Como tesis de este análisis proponemos que la suerte de la democracia en América Latina depende, primariamente, del grado por el cual este tipo de régimen garantice ciertos derechos elementales de los ciudadanos: trabajo, alimentación, salud, educación, seguridad o integración a la sociedad. De manera secundaria, su consolidación y su eficiencia consideramos que se vincula al buen funcionamiento de sus instituciones políticas y al comportamiento democrático de sus élites.
Entre las variables del primer tipo seleccionamos, en principio, el grado de exclusión social. Si mantenemos el actual grado de exclusión y marginalidad en las sociedades latinoamericanas, o si ésta aumenta, la democracia se reducirá de manera sensible, dando paso a las múltiples formas de autoritarismos o neoautoritarismos que, ya en el presente, han surgido o comienzan a surgir en el continente.
Otros dos factores sociales son de primera magnitud explicativa en el destino de la democracia: el desempleo y la seguridad ciudadana. Con muy altos índices de desempleo, marginalidad y ampliación de los niveles de pobreza, especialmente si se producen cambios de registros abruptos y negativos, se abren las puertas a estallidos sociales de resultados lesivos a la estabilidad de las democracias. La ausencia de seguridad, especialmente a través de la violencia anómica u organizada, sea por el hampa, narcotráfico o por organizaciones de guerrilla, legitima las formas violentas de cambio o de control social y las alternativas antidemocráticas de dominación.
Entre las variables institucionales de la democratización deben figurar, en primer término, las técnicas electorales que aseguren la pureza del sufragio. Mientras existan técnicas que dejen abiertas las puertas al fraude electoral, al engaño y a la estafa de la voluntad de los ciudadanos, la democracia no existirá, o no existirá como régimen consolidado. Es probable que la extraña definición de las últimas elecciones norteamericanas abra un importante espacio de debate para el mejoramiento de estas técnicas. También sería importante, a la luz de esta experiencia, que los países latinoamericanos dejaran por un momento la costumbre de mirar a los Estados Unidos como ejemplo de democracia, y observen las técnicas desarrolladas por otros países latinoamericanos que aseguran una limpieza, pureza y sinceridad practicamente absoluta del voto.
Consideraremos también otras variables institucionales. La adecuación entre sistemas de partidos y sistemas de gobierno, señalada por los institucionalistas, tiene un cierto valor predictivo del posible éxito o fracaso de las democracias de nuestro continente.
Por último retendremos otro conjunto de variables concernientes a los comportamientos de las élites políticas. Ningún diseño institucional funciona bien si las élites políticas no tienen un comportamiento democrático, que circule dentro de ciertos umbrales de aceptabilidad. La estabilidad democrática depende de ciertos comportamientos tales como el consenso en torno a las reglas de juego políticas, tolerancia, negociación, compromiso, pragmatismo. Muchas veces estos comportamientos son aprendidos o reaprendidos a partir de experiencias traumáticas, mediante un proceso que se instala en la memoria de las élites y de las sociedades en los diferentes países.
Lejos de los ojos, lejos del corazón. La democracia a domicilio.
Longe dos olhos, longe do coraçao, dicen en Brasil. Lo que no se ve, lo que no está presente en la vida cotidiana, no se quiere. Es imposible que la democracia se quiera, se valorice y se defienda si no llega a la casa de las personas mejorando sus condiciones de vida.
La suerte de la democracia, con su itinerario de éxitos o de fracasos, está directamente vinculada a la capacidad de este régimen político de satisfacer ciertas demandas básicas de los individuos que componen las sociedades. Esta precondición de la vida democrática ha sido, sin duda, percibida por los organismos internacionales orientados al desarrollo como el BID o el PNUD, los cuales promueven políticas sociales tendientes a reducir la pobreza, medida en términos de necesidades básicas insatisfechas. Ciertas limitaciones de estos programas y de las políticas sociales que se implementan localmente, problemas a los que no están ajenos la hegemonía prácticamente excluyente de los economistas y de las metodologías cuantitativas, han determinado una cierta reducción de la pobreza pero, al mismo tiempo, el mantenimiento de altísimos niveles de marginalidad. Precisamente esta marginalidad, en sus diferentes dimensiones, es hoy el principal desafío social a la consolidación y al éxito de las democracias en América Latina.
La marginalidad tiene diferentes vertientes y dimensiones en América Latina. Muchas veces se presenta como marginalidad urbana, vida en asentamientos irregulares y viviendas de emergencia, con aculturación y pérdida de referentes y valores, propios del emigrado rural que pasa a vivir en los cordones de miseria de las grandes ciudades. Este contexto es fértil para generar vínculos con antimodelos sociales o políticos, con organizaciones del hampa, del narcotráfico o con agrupaciones políticas extremistas y violentas, de variados signos ideológicos y de contenidos invariablemente antidemocráticos.
En muchos países de América Latina, a estos problemas comunes a todo el continente se suman elementos de alienación social y de contraidentidades basadas frecuentemente en una pertenencia étnica común, indígena, con una larga historia de marginación.
Es frecuente que importantes masas marginalizadas se activen políticamente mediante la incorporación de ideologías, las cuales son portadoras muchas veces de contenidos violentos, debido a que son las que mejor se adaptan a la representación del mundo de los excluídos. Esta “marginalidad ideologizada” parece ser, en ciertos casos, una de las amenazas más serias a la estabilidad política de algunas democracias del continente.
Vinculadas con estas formas de marginalidad social, varios países de América Latina han visto surgir nuevas formas de autoritarismo. Esta suerte de neo-autoritarismo se sustenta en una mezcla muy heterogénea de recursos políticos y comunicacionales. hay espectáculo, medios de difusión, marketing, Internet, plebiscitos, reelecciones insconstitucionales legitimadas por un poder judicial adscripto al poder ejecutivo, ciertos contenidos ideológicos nacionalistas o indigenistas y, sobre todo, un sustento muy fuerte en los sentimientos antisistema y en las demandas de los excluídos sociales.
En su dimensión social, las perspectivas para la democracia no son buenas, por lo menos para los próximos cinco años. Los efectos, sin embargo, de la deslegitimación social de la democracia no son en estos años tan desestabilizadores como pudieron haberlo sido en otras épocas, porque otras variables políticas antidemocráticas, nacionales e internacionales, no actúan con la misma intensidad. Es probable que en los próximos cinco años se propaguen, con idas y venidas, flujos y reflujos, algunas formas autoritarias o neo autoritarias, preocupadas sin embargo de mantener la denominación de democracias, y encargadas de satisfacer autoritariamente algunas de las demandas más fuertes generadas por la exclusión social.
Es probable que la próxima década se complete con datos más favorables para los componentes sociales de la democracia, debido a un recentraje de las políticas sociales llevadas a cabo en el continente, y a una preocupación mayor por la disminución de la marginalidad.
Los postulados institucionalistas. Las reglas hacen las democracias?
Es frecuente atribuir a ciertos factores institucionales un peso decisivo en la eficiencia y en la estabilidad de las democracias. Se ha argumentado de manera muy insistente y persuasiva que ciertas combinaciones, comunes en América Latina, como un sistema de gobierno presidencialista en un contexto multipartidista, tienen efectos desestabilizantes para los gobiernos democráticos.
Se sostiene que el multipartidismo exacerba los problemas del presidencialismo y, al mismo tiempo, que el presidencialismo colma las dificultades creadas por el multipartidismo. Los sistemas presidencialistas no tienen mecanismos que aseguren mayorías legislativas y, para complicar más las cosas, los presidentes son elegidos para un mandato con tiempo fijo, predeterminado. No hay disolución ni otra forma prevista de cambio de gobierno constitucional, con lo cual la única posibilidad de cambiar un gobierno impopular es el golpe de estado (S.Mainwaring, 1995; Juan Linz, 1994; Lijphart, 1994; Sartori, 1983,1976).
Por estas consideraciones se afirma que el sistema presidencialista junto con el multipartidismo es una combinación problemática para la democracia. Esta interpretación tiene evidentes ventajas intelectuales sobre otras. Es sencilla, explica muchas consecuencias con pocas causas y, sobre todo, permite recetar fáciles terapias institucionales a complejas situaciones políticas y sociales. Los institucionalistas tienen un éxito comparable al de los adelgazantes que se venden por televisión: son una alternativa sencilla y grata a un cambio de comportamiento en las dietas que sería mucho más sacrificado. Cambiando las reglas de juego o las instituciones se evita el proceso mucho más incierto, complejo y dificultoso de cambiar los comportamientos de la élite política y hacerlos más democráticos.
Si bien los cambios en las reglas de juego constitucionales se han difundido con cierta abundancia a lo largo del continente, los efectos beneficiosos esperados no han aparecido con mucha claridad. En el Uruguay, por ejemplo, se incorporaron cambios en las reglas de juego electorales, se introdujo el ballottage, se “modernizaron” procedimientos tradicionales de competencia y de representación, pero la reciente experiencia muestra que la gobernabilidad del país se aseguraba con mayor eficacia con el viejo sistema que con el nuevo. Esto sucede porque, también en el Río de la Plata, la gobernabilidad parece depender más del comportamiento de los actores que de los condicionamientos de las instituciones políticas.
Otro elemento “institucional”, esta vez sí más decisivo, es el del sistema de votación o de las técnicas electorales. Ninguna democracia puede sobrevivir en medio del fraude o de diversos tipos de falseamiento de la voluntad de los ciudadanos. La experiencia de las últimas elecciones en los Estados Unidos va a promover, sin lugar a dudas, una revisión de los sistemas de votación. Otras experiencias, como la de la nueva democracia mexicana, que tiene como núcleo fundacional la democratización de los procesos de designación de su élite política y la sinceridad del sufragio, van en el mismo sentido. La superación del proceso autoritario de Fujimori en el Perú, que era un régimen sustentado en procesos de manipulación electoral y fraude, es otro caso que empuja a un cuidadoso replanteo de las técnicas de votación. Por otra parte, en un campo donde las soluciones perfectas normalmente no existen, sí existen modelos o sistemas practicamente perfectos de técnica electoral que permiten asegurar elecciones totalmente limpias.
El probable movimiento de las variables institucionales en los próximos años anima a anticipar que no va a mejorar de manera sensible el problema crónico de gobernabilidad y de eficiencia de las democracias en América Latina, aunque es esperable que disminuyan sus problemas de legitimación formal en las instancias electorales. De todas maneras la dimensión probablemente más crítica para la estabilidad democrática es la que hace a los comportamientos de las élites políticas del continente.
Los comportamientos políticos democráticos. Traumas históricos y aprendizajes de la élite.
El mantenimiento de la vida política democrática necesita de la amplia difusión de ciertos comportamientos políticos dentro de sus élites, tales como la tolerancia, la aceptación de la diversidad, la aceptación de los derechos de los adversarios, menos ideología y más pragmatismo, inclinación a la negociación y al compromiso, no orientarse a fines absolutos, erradicar la violencia, no descalificar a los competidores políticos, respetar las reglas de juego democráticas. Tales comportamientos aparecen y desaparecen en la vida política de los países. Cuando desaparecen generalmente son la manifestación previa a un golpe de estado o a un período autoritario más o menos largo. Después, con los aprendizajes que dejan las experiencias históricas traumáticas, estos comportamientos vuelven a circular en las sociedades y en las élites políticas, asegurando más democracia por más tiempo.
Las trágicas experiencias de dictaduras militares por las cuales pasaron varios países de América Latina en las décadas del ’70 y del ’80, dejaron, además de profundas heridas en el cuerpo social, un conjunto reconocible de aprendizajes, explícitos o implícitos, en las élites políticas. En su mayoría, los dirigentes políticos de los países han reconocido un hilo conductor entre los comportamientos antidemocráticos, o políticamente poco responsables, circulantes en sus países en los períodos pre-autoritarios y los golpes de estado que siguieron. De la misma manera es reconocible un conjunto de cambios de comportamientos, en estas élites, que se orientan a evitar que las mismas secuencias antidemocráticas se repitan en el futuro.
Un estudio sistemático de estos aprendizajes se ha hecho para el cono sur de América Latina. Este conjunto de trabajos ha sido recogido en el libro “Political Learning and Redemocratization in Latin America: Do Politicians Learn from Political Crises?” (McCoy, Costa Bonino, Cavarozzi, Garretón. Miami. North-South Center Press.2000).
Las conclusiones de esta investigación muestran que los grupos políticos aprenden de éxitos y de fracasos, de las experiencias traumáticas o a través de una acumulación gradual de conocimientos adquiridas por ensayo y error. Estos aprendizajes pueden hacerse de manera directa o por intermedio de otros actores. Los fracasos y los traumas históricos hacen estos aprendizajes más evidentes, más visibles, porque son experiencias suficientemente fuertes como para sacudir creencias previas, orientaciones y rutinas. Sin embargo los aprendizajes traumáticos tienen sus propios límites, pues la fuerte fijación en los problemas del pasado hace que muchas veces se resuelvan ciertos problemas a expensas de crear otros problemas con una proyección compleja en el futuro. En Chile, por ejemplo, la obsesión por evitar conflictos y la búsqueda compulsiva de consensos, aprendizaje del período pre-1973, ha llevado a sofocar los necesarios debates sobre los problemas nacionales. En Argentina, la experiencia de la hiperinflación, que golpeó profundamente a la sociedad, llevó a que se resolviera al costo de un importante debilitamiento de sus instituciones representativas.
En términos generales, las experiencias de ruptura de los regímenes democráticos condujeron posteriormente, en esos países, a una reorientación de metas, objetivos y estrategias por parte de las élites políticas, con una aceptación muy amplia de las reglas de juego democráticas. Los actores políticos se preocuparon por resolver los problemas de gobernabilidad planteados por sistemas que se habían transformado en multipartidistas. Se pudo percibir también un rechazo generalizado por parte de las élites a los comportamientos con contenidos antidemocráticos, provenientes tanto de las filas militares como de grupos políticos radicales.
Tomando estos últimos ejemplos podría decirse que el futuro de la democracia en América Latina puede verse con ojos optimistas, pero como decía un humorista parodiando la famosa frase de Santayana: “ los pueblos que olvidan su pasado están condenados a cometer los mismos errores, y aquellos que no lo olvidan están condenados a cometer errores nuevos”. Es frecuente que los aprendizajes democráticos de las élites políticas eviten los mismos procesos que llevaron antes a golpes de estado, pero estos aprendizajes no incluyen necesariamente buenas estrategias para los nuevos desafíos políticos, económicos o sociales que el presente y el futuro inmediato imponen.
Las perspectivas para la democracia en América Latina.
Existen un conjunto de factores que pueden condicionar positivamente el futuro desarrollo de la democracia en América Latina. La preocupación de los investigadores provenientes de la Ciencia Política por diagnosticar los problemas de gobernabilidad y proponer modelos institucionales adecuados, junto con la sensibilidad y la disposición positiva mostrada por la mayoría de las élites políticas del continente a operar esos cambios, son dos elementos que aseguran un mayor fortalecimiento de las bases institucionales de la democracia. Al mismo tiempo es relevante la preocupación por acceder a sistemas de votación y técnicas electorales cada vez más seguras y confiables en términos de pureza del sufragio, requisito indispensable para obtener democracias legítimas y estables.
Todo esto ocurre en un contexto internacional que, a diferencia de las épocas de guerra fría, ya no produce al interior de los países alineamientos ideológicos que transformen adversarios políticos internos en enemigos externos, con sus consecuencias de enfrentamientos inconciliables y lógicas de guerra. Las percepciones de amenaza y el autodefinido rol salvador de las Fuerzas Armadas ya no funcionan como antes, al cambiar el contexto mundial que los incentivaba.
Los aprendizajes políticos hicieron su camino. Es evidente en muchos países el esfuerzo de las élites por no volver a transitar los mismos senderos antidemocráticos de triste y trágica memoria. Los discursos, las prácticas y las propuestas de muchos de los partidos que nutren la vida política latinoamericana se han hecho más pragmáticas, se reconoce muchas veces una mayor inclinación a la negociación y al compromiso. La democracia como régimen político se ha revalorizado.
La contracara, sin embargo, de este panorama optimista, se muestra desde el ángulo social y desde los nuevos nutrientes ideológicos que se desarrollan, o que alcanzan su perfil más alto, en las zonas oscuras de la marginalidad. Los modelos económicos y las políticas sociales implementadas en América Latina han mantenido o generado el incómodo subproducto de la exclusión social. Junto con este proceso, la devaluación o la muerte de ideologías en otro tiempo poderosas, ha inducido la aparición o modificación, en algunos casos la sustitución, de las viejas ideologías por otras con contenidos nacionalistas o indigenistas o con ingredientes de violencia y de revancha social. Los sectores excluídos, activados políticamente por estas ideologías, son el sustento ideal para el surgimiento de líderes autoritarios de una nueva especie, arraigados sin embargo en las tradiciones caudillistas y antidemocráticas del continente.
Los próximos años probablemente muestren una preocupación importante por parte de las élites políticas latinoamericanas en preservar las formas y los principales contenidos de los regímenes democráticos. La presión social, sin embargo, seguramente inducirá el desarrollo de regímenes híbridos, con formas democráticas y contenidos autoritarios. Es probable que, transcurridos algunos años, las políticas sociales se transformen para disminuir, además de la pobreza, la marginalidad, y que este proceso tienda al desarrollo y a la consolidación de nuevas democracias. En todo caso, no es esperable para la próxima década tener una América Latina homogénea, alineada en la democracia o en el autoritarismo, ni ningún tipo de “efecto dominó”, ni democrático ni antidemocrático, que sacuda políticamente al continente. Habrá, seguramente, un mayor contenido relativo de democracia. Algunas conquistas de las sociedades son difícilmente reversibles. La difusión cada vez mayor de mecanismos eficaces de comunicación como Internet hace que el efecto de demostración de la democracia actúe de una manera muy persistente. Por otro lado el acceso cada vez más irrestricto a la información elimina uno de los sustentos más firmes y tradicionales de las dictaduras: el secreto.
Existen un conjunto de factores que pueden condicionar positivamente el futuro desarrollo de la democracia en América Latina. La preocupación de los investigadores provenientes de la Ciencia Política por diagnosticar los problemas de gobernabilidad y proponer modelos institucionales adecuados, junto con la sensibilidad y la disposición positiva mostrada por la mayoría de las élites políticas del continente a operar esos cambios, son dos elementos que aseguran un mayor fortalecimiento de las bases institucionales de la democracia. Al mismo tiempo es relevante la preocupación por acceder a sistemas de votación y técnicas electorales cada vez más seguras y confiables en términos de pureza del sufragio, requisito indispensable para obtener democracias legítimas y estables.
Todo esto ocurre en un contexto internacional que, a diferencia de las épocas de guerra fría, ya no produce al interior de los países alineamientos ideológicos que transformen adversarios políticos internos en enemigos externos, con sus consecuencias de enfrentamientos inconciliables y lógicas de guerra. Las percepciones de amenaza y el autodefinido rol salvador de las Fuerzas Armadas ya no funcionan como antes, al cambiar el contexto mundial que los incentivaba.
Los aprendizajes políticos hicieron su camino. Es evidente en muchos países el esfuerzo de las élites por no volver a transitar los mismos senderos antidemocráticos de triste y trágica memoria. Los discursos, las prácticas y las propuestas de muchos de los partidos que nutren la vida política latinoamericana se han hecho más pragmáticas, se reconoce muchas veces una mayor inclinación a la negociación y al compromiso. La democracia como régimen político se ha revalorizado.
La contracara, sin embargo, de este panorama optimista, se muestra desde el ángulo social y desde los nuevos nutrientes ideológicos que se desarrollan, o que alcanzan su perfil más alto, en las zonas oscuras de la marginalidad. Los modelos económicos y las políticas sociales implementadas en América Latina han mantenido o generado el incómodo subproducto de la exclusión social. Junto con este proceso, la devaluación o la muerte de ideologías en otro tiempo poderosas, ha inducido la aparición o modificación, en algunos casos la sustitución, de las viejas ideologías por otras con contenidos nacionalistas o indigenistas o con ingredientes de violencia y de revancha social. Los sectores excluídos, activados políticamente por estas ideologías, son el sustento ideal para el surgimiento de líderes autoritarios de una nueva especie, arraigados sin embargo en las tradiciones caudillistas y antidemocráticas del continente.
Los próximos años probablemente muestren una preocupación importante por parte de las élites políticas latinoamericanas en preservar las formas y los principales contenidos de los regímenes democráticos. La presión social, sin embargo, seguramente inducirá el desarrollo de regímenes híbridos, con formas democráticas y contenidos autoritarios. Es probable que, transcurridos algunos años, las políticas sociales se transformen para disminuir, además de la pobreza, la marginalidad, y que este proceso tienda al desarrollo y a la consolidación de nuevas democracias. En todo caso, no es esperable para la próxima década tener una América Latina homogénea, alineada en la democracia o en el autoritarismo, ni ningún tipo de “efecto dominó”, ni democrático ni antidemocrático, que sacuda políticamente al continente. Habrá, seguramente, un mayor contenido relativo de democracia. Algunas conquistas de las sociedades son difícilmente reversibles. La difusión cada vez mayor de mecanismos eficaces de comunicación como Internet hace que el efecto de demostración de la democracia actúe de una manera muy persistente. Por otro lado el acceso cada vez más irrestricto a la información elimina uno de los sustentos más firmes y tradicionales de las dictaduras: el secreto.
El destino de la democracia en América Latina, a más largo plazo, estará determinado, sobre todo, por el equilibrio entre sus virtudes políticas y sociales. Es difícil que supere esta situación híbrida y con altibajos mientras que, además de ser una promesa de libertades ciudadanas, no sea una promesa igualmente concreta de mejorar las condiciones de la vida cotidiana de las personas, con datos más favorables de empleo, salud, alimentación, seguridad e integración a los beneficios de la vida en sociedad. La mejor fórmula de estabilidad política seguramente siempre será que los individuos que componen la sociedad puedan ver los resultados concretos y tangibles de la democracia, pues no existe mayor seguridad para la supervivencia de un régimen político que el apoyo convencido de sus ciudadanos.
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