SARA PÉREZ..La primera enseñanza retorcida que reciben los niños con acceso a educación privada –entre los que, dada las precariedades de la educación pública, no solo hay clase media y alta, sino también de muy limitados recursos- son las tarifas que promulgan unilateralmente los colegios y tienen que aceptar los padres, porque no hay ante quién apelar.
De ello se desprende una lección lamentable mostrada al país completo: la de un gobierno y un “ministerio” de Educación, que aparte de la incapacidad y corrupción crónicas que los afectan, no ejercen en modo alguno sus funciones básicas de supervisión y arbitraje, entre los consumidores de un servicio y el sector de la “empresa privada” que lo suple. En ese sentido, los colegios son iguales que los salamis.
Pongo “empresa privada” entre comillas, porque una parte de ella es subvencionada con fondos públicos, especialmente la adscrita a la Iglesia Católica, que desde la firma del Concordato es un barril sin fondo –y sin auditorías- que se mantiene del pueblo dominicano. Ahora está a la espera de que se aplique la necesaria y pertinente ley del 4% para tragarse su pedazo.
Con los colegios, a veces media un refunfuño, pero se impone la mansedumbre y como colectivo estamos tan mal y tan enfermos, que frecuentemente aflora un cierto orgullo: Waaaaaaao! Pagar cuchucientos mil pesos –o mejor aún, dólares- por un año de colegio, aunque la educación en sí sea un desastre, como en efecto suele ser.
No hay ninguna relación entre la calidad del producto y el precio, a menos que en el precio se haya incluido algún cura pederasta, como lujo colateral.
Lo que muchos compran es una bandera abstracta, sin telas, pieles, ni costuras, un símbolo de estatus, considerablemente patético, la real o simulada pertenencia a un estrato social, un anuncio lumínico de que se ha llegado a algún sitio –no se sabe dónde, pero eso no importa-.
Es una atrocidad –aunque pensándolo bien, eso tal vez compagine con los objetivos de la educación esperada- entregar un niño o un niña a un colegio dirigido por una mafia desembozada, que obliga a sus alumnos –violando sus derechos- a comprar el uniforme en el centro educativo, como si fuera una tienda y no una escuela, para exprimirle a la clientela hasta el último chele extra y que demandan cuotas adelantadas, que parecen diseñadas para competir con las ostentosidades de narcotraficantes y funcionarios ladrones.
Las autoridades del gobierno y del ministerio de educación tienen su participación lucrativa e interesada en el desorden de cambio de libros todos los años, que afecta a todos los sectores sociales, dejando en ruinas, desesperados y con deudas a los de menores ingresos.
Con un sistema educativo que es una absoluta calamidad, la cantidad de libros que le demandan a cada estudiante es otra estafa. Solo sirve para alimentar los negocios fraudulentos y clandestinos entre las editoriales y los colegios y entre funcionarios del gobierno, las editoriales y los autores.
Cuidar , con sus más y con sus menos, un libro, para que lo pueda usar el año próximo el hermanito o la hermanita menor es un bello episodio educativo, formativo, que deja en el educando y en la familia instrucciones diversas, incluyendo valores que no se aprenden con anuncios de televisión, sino con hechos cotidianos. Pero hasta eso lo han destruido.
No es que no se cambien los libros nunca, pero lo que tienen ahora y a lo que se presta y de lo que es cómplice el “ministerio” de educación es un relajo, una burla y un atropello.
La apertura del año escolar cada vez es un trauma y deja a gran parte de la población tragándose un cable. Comienza con un abuso y un robo impune y colectivo.
Las enseñanzas que se desprenden de esto, dan lástima.
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