sábado, 15 de diciembre de 2012
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“Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado” (José Martí)
Adviento y Navidad es tiempo de muchas cosas. También cada fin de año. Este último tiene la agravante de que el anterior fue mejor y el próximo peor. Como consecuencia de esto último, hasta detenernos a pensar se ha puesto difícil, pues las mismas necesidades de la gente, el consumismo y materialismo que nos ahogan, nos empujan a tener que reforzar la lucha por la sobrevivencia, incluyendo denodados esfuerzos por librarnos de tantos que viven tendiendo trampas y buscando presas para atrapar bajo las falsas apariencias de mansos corderos cuando en verdad son lobos feroces que buscan devorarnos.
No obstante, ni la situación anterior ni ninguna otra puede embotar las mentes de los pensantes y de los que creemos en la promesa del “Cielo nuevo y Tierra nueva”. Podrán hacer lo que hagan, pero ya Cristo venció la muerte, venció el pecado y nos redimió con su sangre y aunque a los príncipes de la maldad les vaya bien en “apariencias humanas”, sus derrotas está ya decretada, a menos que no vengan al único Salvador de las almas y de las vidas, Cristo Jesús, el Mesías, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Sé que no es muy común, pero puede ocurrir perfectamente, de paso a mi me sucedió. El sábado pasado tenía la invitación de una boda a la cual quería ir. Mi interés en ir es porque era una boda especial, al menos para mí.
Todas son especiales para los contrayentes, familiares y amigos, pero aquella tenía la nota distintiva de que además de ser una pareja ya unida por varios años y con hijos, había decidido casarse por y para la iglesia, pero no sólo esto, sino que hacía ya casi un año que la futura esposa le había donado a su futuro esposo, nada más y nada menos, que uno de sus riñones, pues el único que él tenía había dejado de funcionar.
Jamás pensó el escritor bíblico en que la ciencia también sellaría con sus avances, aquella verdad consignada en el Génesis 2-24: “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne”. La hoy esposa es una mujer de fe a quien no tengo mucho conociéndola, pero a quien el amor de Cristo me ha hecho amarla -con permiso de su esposo- tanto así que su noticia y ejecución de la extracción de su riñón para donarlo a su esposo, me hizo sacar lagrimas, las cuales al parecer, ya dejaron de ser “jondas” y por tanto no tengo que empezar a llorar temprano.
Mientras todo lo anterior ocurría, recibí la noticia de que la madre de un amigo había fallecido. Fue entonces cuando me vi en el dilema, en la encrucijada, ¿adónde ir, a la boda o al entierro? No sólo por lo que dice Salomón -de que es mejor ir al velorio que a la fiesta-, sino por convicción propia, opté por ir al entierro.
Todos sabemos lo que pasa en las bodas. De alguna manera, poco o mucho, alegría hay. Pero en los velorios hay mucho más que lamentos, llantos, dolor, desesperación, desesperanzas, y en fin, tristezas. Además, cual que sea la circunstancia en que se haya perdido la vida, cada velorio es único, y por ende, única la ocasión para estar presente justo en ese momento irrepetible y en el que la mano en el hombro del amigo o pariente, el apretón o abrazo, la mirada que no tiene definición, las lagrimas que brotan a cuentas gotas o a chorro, las palabras de lamentos y de consuelos, sólo suceden y pueden darse allí, allí junto a los “Cuatro cirios encendidos que hacen guardia a un ataúd”, como tantas veces cantó sin cansarse, y tal vez ignorando que el suyo le llegaría un 19-4-66, el Rey del bolero ranchero, el mexicano, Javier Solís.
No obstante todo lo anterior, en los tiempos modernos en que vivimos, en los velorios o entierros hay circunstancias, situaciones o vivencias que pueden pasar desapercibidas, pero que están allí, tan presentes como el ataúd mismo que cargamos justo hacia su destino final.
Del entierro de la madre de mi amigo, recuerdo tres circunstancias. Una ya común, y es la referente a los parientes que caen con lo que la gente llama “el mal”, brincan para arriba y patalean. Me gustaría oír a los siquiatras explicando qué es lo se da en esas personas. Una segunda, es que mientras estábamos en el acto mismo del entierro, al lado, donde hay un play, dos equipos jugaban pelota como si nada estuviera pasando a sus lados, vociferando y gozando a toda carcajadas y bullas; y finalmente, la tercera, la más simpática de todas, mientras el albañil (o zacateca) sellaba el nicho con blocks y cemento, -estaba en el último nivel subido en una escalera- le sonó el celular que tenía en un bolsillo del pantalón, lo dejó timbrar como cuatro veces y al tomarlo dijo: Aloo…estoy en el cementerio enterrando un muerto, hablamos…”
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