miércoles, 22 de agosto de 2012

Por Pedro Domínguez Brito


“¡Té de moringa!, ¡té de moringa!”, anunciaba orgulloso el jefe de cocina de la Universidad ISA, en Santiago, en pleno Campeonato Nacional de Ajedrez por Equipos, con la participación de 24 provincias. Recordemos que el ajedrecista se suele incomodar si le interrumpen la partida, pues cualquier sonido extraño lo puede desconcentrar y, en consecuencia, caer en errores fatales. Pero en este caso, en un santiamén, los jugadores se pusieron de acuerdo, pararon momentáneamente el reloj que controlaba el tiempo de cada uno, y se lanzaron veloces a buscar el mágico líquido, como si estuvieran al borde de la muerte por deshidratación.

“¡Esto es moringa, ja, ja, ustedes verán ahora!”, expresaban con alegría. Todo era risas, como si disfrutaran de una fiesta, como si el té de la famosa planta fuera la vacuna que salvaría sus vidas, o el néctar prodigioso que inyectaría en sus cerebros la inteligencia y el talento de Capablanca, Fischer o Kasparov.

Y repetían la bebida, un vaso, otro vaso, y se notaban satisfechos, extasiados, algunos incluso se la untaban lentamente en la cara y en los brazos, como si fuese un bálsamo con propiedades sobrenaturales. Y me consta que en el grupo había mucha gente de descomunal inteligencia y sentido común que sucumbieron cual seres silvestres ante el encanto y la fama de la moringa.

Luego de unos minutos de lo que consideraban un rejuvenecimiento eterno de sus espíritus, mentes y cuerpos, se reanudaron las partidas de ajedrez, con una intensidad extraordinaria. El ambiente estaba cargado. Parecía la antesala de una guerra. Cada cual se sentó con firmeza, con bríos indescriptibles, revestido con un sentimiento de superioridad asombroso, con la absoluta seguridad de que vencería con facilidad al contrincante, al que notaba débil. Pero no olvidéis que el otro pensaba lo mismo. La batalla en el tablero prometía ser cruel, y más que piezas disputándose espacios para aniquilar al rey contrario, era el orgullo del jugador el que competía contra la jactancia del otro.

Como estaba previsto, pues es algo natural hasta en la vida, hubo ganadores y perdedores. Algunos de los que alcanzaron el éxito, no le dieron crédito al té de moringa y afirmaron que vencieron gracias a su capacidad y nada más, pues es parte de la condición humana no reconocer que algo o alguien ayudó a conquistar nuestros triunfos.

Y los que sufrieron la derrota, vaya casualidad, le echaron la culpa al té de moringa, y lo catalogaron como un fraude, un invento del capitalismo, que hasta daños estomacales produce, pues también es condición humana culpar a algo o alguien de nuestros fracasos. El té de moringa, en definitiva, causó sensación en un grupo de gente buena.

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