Uno de los aspectos más sobresalientes que uno puede observar en los países llamados desarrollados, EE. UU, Europa y Asia, es la fortaleza institucional que exhiben los Estados. El respeto a la Ley, la observancia de los métodos y procedimientos organizacionales en las dependencias del Estado y en las grandes organizaciones privadas, y consecuentemente el respeto a la autoridad, son expresiones de aquella fortaleza institucional, la cual se refuerza y consolida por la eficiencia de las instituciones públicas y privadas en el ofrecimiento de los servicios a la población.
El respeto y confianza que merece del público esa institucionalidad, también está asociada a la calidad de vida y a las oportunidades que esos países les deparan a sus ciudadanos. Por eso esa institucionalidad se nos presenta a los ciudadanos de países atrasados, de escaso desarrollo y de amplia pobreza y gran ignorancia, como una idealidad que no sólo la deseamos, sino que nos sirve como modelo para evaluar nuestra situación y así darnos cuentas de lo lejos que estamos del desarrollo institucional y moral.
El comportamiento institucional de la mayoría del dominicano, aquí dentro de nuestro país, acusa una gran pobreza y un gran déficit como conducta organizada y respetuosa del marco jurídico-normativo. Somos más dados a conducirnos afectivamente, buscando siempre a un amigo, cargado siempre de emociones, simpatías y enojos que se ponen en práctica en una sociabilidad graciosamente interesada y calculada. La ley y la organización pública o privada, no van con esa dominicanidad gozosa. Pero el resultado es el caos, el caos que fácilmente vemos en el tránsito, en las dependencias públicas y con frecuencia en los establecimientos privados a la hora de solicitar algún servicio, ya sea de salud, de educación, transporte, energía, de compra y venta y de documentación de nuestra propia identidad o de nuestras propiedades.
Hechos caóticos
La escasa y pobre institucionalidad se traduce en serias deficiencias, inseguridades y gran estrés para la vida cotidiana del ciudadano, dentro de la cual proliferan la corrupción y la descomposición moral como efectos del caos institucional. Ilustraciones de esa situación caótica la encontramos a diario y nos la reportan los medios: el caso del coronel de la PN que la propia Policía vincula a una red de sicarios, pero que la Fiscalía de SC por su lado dice que sólo lo investiga, por lo que todavía no hay medida de coerción, mientras el Poder Ejecutivo decide su cancelación; el caso del joven árabe-norteamericano que las autoridades ayer le impidieron salir vía aérea y hoy se reporta que ya salió del país; el caso del apresado síndico de la Romana acusado de corrupción, pero a favor de quien lugareños hicieron una vigilia en vez de bajar sus cabezas avergonzados; el caso de la regidora y Presidenta del Ayuntamiento de Bonao apresada en Miami por transportar drogas; y por último el Ministro Administrativo frente a tantas demandas de la ciudadanía confiesa: “El gobierno no siempre puede hacer tanto como quisiera”.
Esa breve relación de eventos descompuestos más la impotencia del gobierno, nos hace exclamar, finalmente:
¡Señores, el caos institucional sigue!
El respeto y confianza que merece del público esa institucionalidad, también está asociada a la calidad de vida y a las oportunidades que esos países les deparan a sus ciudadanos. Por eso esa institucionalidad se nos presenta a los ciudadanos de países atrasados, de escaso desarrollo y de amplia pobreza y gran ignorancia, como una idealidad que no sólo la deseamos, sino que nos sirve como modelo para evaluar nuestra situación y así darnos cuentas de lo lejos que estamos del desarrollo institucional y moral.
El comportamiento institucional de la mayoría del dominicano, aquí dentro de nuestro país, acusa una gran pobreza y un gran déficit como conducta organizada y respetuosa del marco jurídico-normativo. Somos más dados a conducirnos afectivamente, buscando siempre a un amigo, cargado siempre de emociones, simpatías y enojos que se ponen en práctica en una sociabilidad graciosamente interesada y calculada. La ley y la organización pública o privada, no van con esa dominicanidad gozosa. Pero el resultado es el caos, el caos que fácilmente vemos en el tránsito, en las dependencias públicas y con frecuencia en los establecimientos privados a la hora de solicitar algún servicio, ya sea de salud, de educación, transporte, energía, de compra y venta y de documentación de nuestra propia identidad o de nuestras propiedades.
Hechos caóticos
La escasa y pobre institucionalidad se traduce en serias deficiencias, inseguridades y gran estrés para la vida cotidiana del ciudadano, dentro de la cual proliferan la corrupción y la descomposición moral como efectos del caos institucional. Ilustraciones de esa situación caótica la encontramos a diario y nos la reportan los medios: el caso del coronel de la PN que la propia Policía vincula a una red de sicarios, pero que la Fiscalía de SC por su lado dice que sólo lo investiga, por lo que todavía no hay medida de coerción, mientras el Poder Ejecutivo decide su cancelación; el caso del joven árabe-norteamericano que las autoridades ayer le impidieron salir vía aérea y hoy se reporta que ya salió del país; el caso del apresado síndico de la Romana acusado de corrupción, pero a favor de quien lugareños hicieron una vigilia en vez de bajar sus cabezas avergonzados; el caso de la regidora y Presidenta del Ayuntamiento de Bonao apresada en Miami por transportar drogas; y por último el Ministro Administrativo frente a tantas demandas de la ciudadanía confiesa: “El gobierno no siempre puede hacer tanto como quisiera”.
Esa breve relación de eventos descompuestos más la impotencia del gobierno, nos hace exclamar, finalmente:
¡Señores, el caos institucional sigue!
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