Doy por sentado que quizás a muchos o algunos se sientan mal por lo que hoy escribo. Lo lamento en verdad pero, es lo que pienso y creo. Lo que piensen o crean los demás, es solo eso, lo que cada quien piensa con todos sus derechos, los mismos y por los cuales escribo lo que creo.
Si a otros les gusta amen, y si no, amen también. No estoy en contra de nada ni nadie, siempre y cuando esa nada o nadie tengan los mismos sentires hacia mí. Me gusta la libertad y la disfruto y si algo tengo en contra de la muerte es, precisamente, que no me da la libertad de elegir ni fecha ni lugar, ella manda y decide y, como estoy en contra de todo lo que cohíba mi pensar o libertad, es la única razón para estar en contra de la muerte.
Después de mucho tratar de comprender y los esfuerzos por desentrañar el intríngulis que existía, viendo al papa renunciante y compenetrarme un poco con lo que hasta el momento ha sido su vida, pude por fin descifrar el misterio y el por qué del comportamiento de muchos “arrepentíos”.
Aleluya, mil gracias a Dios que siempre me ha acompañado aun en estos momentos de extrañas divagaciones entre lo etéreo y lo material, pude por fin entender, comprender hasta donde llega la perversidad humana. Con o sin sotana, como el caso del destituido arzobispo que protegía a compañeritos y subalternos pederastas, comprendí hasta donde puede llevar la debilidad de carácter a una persona con relación a Dios, las Iglesias y sus creencias.
Y está claro, sencillo como toda verdad, que por ser simple la tenemos enfrente de nuestros ojos y no la vemos. Tremenda fortaleza la de la verdad, la misma por la cual luchó y clamó el ahora papa emeritus Ratzinger.
La verdad, carajo, la verdad y la negación de la misma lo hicieron renunciar. Coraje, valentía, desinterés por los oropeles y consciente de las debilidades humanas, por eso renunció. Y no lo hizo como santo, porque su santidad no es de esta tierra y como tal no puede ser santificado por humanos. Renunció como hombre creyente, quizás hastiado ante la falta o negación de la verdad.
Creo en Dios, creo en ese ser superior sin nombre, sin sangre que corra por sus venas, creador de todo lo habido y por haber. Creo en Dios pero, con libertad, porque me dio el don para pensar, para decidir, para luchar por ser y vivir libre, para obrar, sin que ningún fanático, aprovechado o hijo de una gran señora, cuyo único pecado fue el haber parido unos engendros manipuladores, pretendan condicionar nuestras creencias.
Por eso es, que sea quien sea que me incite u ordene o pretenda manipular mis sentimientos e insinuarme el sacrificio de un ser querido, como aquel acto donde supuestamente le dicen a Abraham, “ Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de los Moría y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga”, pues bien, y reitero, y sé que a pesar de tantos siglos aún existen seres que creen en esto, para mí, quien me pida esto, que sacrifique un ser querido como si fuese un vil cordero, ni es mi amigo ni puede ser mi Dios.
Y, menos ahora que han crecido de manera asombrosa los llamados “arrepentidos” pero, de la boca hacia fuera, los mismos que interpretan las profecías a su manera, a lo que más le convenga en el momento al negocio.
Los mismos que se aprenden la Biblia –para ellos, la palabra-, como una catedra o poema cualquiera. Pero de ahí a la práctica de lo que dicen, ay papa, que distancia abismal, porque en cuanto a muchas féminas, las visitas a esas iglesias, más bien parecen una pasarela de modas y, sobre su conducta ambivalente o bipolar, lo mejor es hacerse el ciego, sordo y mudo.
Todo esto, porque al parecer, para estos señores, la humildad y la verdad, andan juntas de parranda. ¡Si señor!
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