jueves, 30 de mayo de 2013

Organizar el Estado


Preocupa a la opinión pública la situación de la criminalidad y la delincuencia que corroe la seguridad ciudadana y la tranquilidad pública. Por su puesto, debe preocupar la recesión económica, que algunos economistas califican de colapso, y que se refleja en la reconocida caída de la tasa de crecimiento de la economía.   
    
Debería también preocupar la debilidad institucional y moral que ahora descubrimos, cuando se ha establecido que la Nación carece de un código jurídico para perseguir y sancionar los actos de corrupción administrativa, después de tanta sabiduría y denuncia sobre las modalidades de corrupción de funcionarios y gobernantes, que han descuartizado como leones rugientes los recursos y bienes públicos. La impunidad que inmoraliza el ánimo colectivo y que destruye las “mores” que cohesiona el orden social de la República, ahora tiene espacio libre y legítimo.
    
Ha de ser materia de preocupación la indolencia de la nueva clase política gobernante y su capacidad para argumentar falacias en su intento de justificar acciones deleznables y corrompidas, carentes de valor desde la ética del Bien Común que debe ser la norma de  los humanos de almas nobles. Asimismo, ha de preocupar la indiferencia ciudadana que en medio de ese espectáculo de destrucción moral e institucional, opta por acomodarse justificándose con el pobre y penoso cretinismo de que lo que pasa no le atañe.
    
Todos esos elementos que marcan las falencias del Estado dominicano, forman parte de la situación de caos y desorden en que ha caído la organización del aparato público y que se manifiestan en la torpe Administración Pública y en su caótica política salarial. Indicios de esa calamitosa realidad son el crecimiento hipertrofiado de la “burocracia pública”; la duplicación de órganos disfuncionales; y  la duplicidad de la nómina pública, que alimenta la corrupción, la ineficiencia y el derroche de recursos, dándose el insólito resultado de que funcionarios, argumentando autonomía institucional, “deciden” colocarse niveles de sueldos arbitrarios y elevados, provocando la ridícula realidad de que muchos de esos funcionarios alcanzan ingresos mensuales que superan a los del presidente del país más poderoso y desarrollado del mundo.  Lo peor es que ese desorden organizativo ha incapacitado al Estado para responder con buenos servicios a las necesidades de la gente, al tiempo de incapacitarlo para conectar su quehacer con una verdadera estrategia para el desarrollo de la Nación que beneficie a todos.

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