jueves, 31 de octubre de 2013

La penosa diplomacia dominicana

Por Rafael A. Escotto.-Hurgar en la historia de la diplomacia y de los diplomáticos ilustrados que pasaron por aquella brillante curia que fue centro de la diplomacia culta de la América Latina, nos encontramos ante la figura egregia de don Manuel Arturo Peña Batlle, cuya estatura diplomática representó a nuestro país con extraordinaria grandeza y asombrosa resonancia, de estremecedora oratoria  cuyo verbo atravesaba con su perfume las paredes marmóreas de los grandes centros de poder  donde se debatían todos los acontecimientos del mundo, de la envergadura de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la en otro tiempo, respetada OEA, al capítulo financiero-europeo del Acuerdo de Lomé y otras representaciones internacionales con escasos resultados favorables.
    
El régimen de Trujillo entendió que el país requería de hombres excepcionales en la defensa de los supremos intereses y de la soberanía de la nación, hombres avezados y astutos, poseedores de un incomparable prestigio y de reconocimiento intelectual cuya excelencia personal coloco siempre nuestra nación encabezando grandes y delicadas misiones que llegaron a generar honores y resultados en el concierto de las naciones de todo el universo.
    
El eminente abogado y catedrático de derecho público internacional, quien llegó a ocupar con solemnidad y refinadas astucias, propias del quehacer diplomático, la mision extraordinaria y plenipotenciaria en Haití, no puede ser igualado jamás con ningún diplomático de los últimos cincuenta años donde nuestra mediación en los grandes parlamentos y cumbres ha descendido a niveles risibles y hasta ridículos, si tomamos la referencia históricas de aquella diplomacia culta.
    
Aquella Secretaria de Estado de Relaciones Exteriores de los años cincuenta bajo la dirección del doctor Manuel Arturo Peña Batlle debe de ser calificada sin temor, de esplendorosa y de trascendencia dentro del marco de las naciones. Hoy, nuestra representación ante el mundo pone nuestra nación en una situación lamentable y bochornosa, para no decir, vergonzosa.
    
Ante una situación diplomática del país tan desventurada, me permito rememorar los gigantes de nuestra diplomacia, como fueron don Porfirio Herrera Báez, el último gran
Canciller del régimen de Trujillo, y los abogados y literatos Rubens Antonio Suro García-Godoy y don Virgilio Díaz Ordóñez; de este último invito a mis lectores a leer su excelente disertación sobre Interamericanismo, pronunciada el 24 de julio de 1849 o aquella otra aun más elocuente y patriótica de Peña Batlle, hablando sobre la política exterior y enfocando el sentido que le dio Trujillo a la posición del país en el campo de las relaciones internacionales, veamos:

“Desde febrero del 1844 hasta diciembre de 1856 estuvimos, en guerra con Haití, pendientes de la anexión a Francia, a Inglaterra o a España. Con la sola excepción de Duarte y de un pequeño grupo de sus amigos íntimos, el sentimiento de la independencia no polarizó en la mente de nuestros hombres de Estado y en la propia conciencia de nuestras masas, sino como creación puramente antihaitiana para mantener en efectividad, frente al sentido expansionista e imperialista de la política de Port-au-Prince, la dualidad étnica, idiomática y religiosa existente en la isla. Los sentimientos de libertad fueron entonces, salvo excepciones conocidas, correlativos al no dominio haitiano de la isla”.
   
 Es posible que los huesos de los mencionados titanes de nuestra diplomacia se sientan acongojados y estremecidos debajo de la loza que cubre su sepulcro ante el desenvolvimiento infortunado, marcado por la gran incapacidad de nuestro servicio exterior. No puedo ni siquiera atreverme a tratar de parangonar con ninguno de esos preclaros de nuestra vieja diplomacia, con los improvisados embajadores y cónsules y sin dejar de incluir a Ministros de Relaciones Exteriores en años recientes,
    
Estos Ministros, Embajadores y Cónsules no han dejado a su paso ninguna estela de brillantez en la alta diplomacia por carecer de las virtudes y excelencias exigidas para un ejercicio eficiente del servicio exterior. Podría decirse que la carrera de la diplomacia en la República Dominicana es prácticamente inexistente porque las designaciones en cargos diplomáticos en el servicio exterior obedecen estrictamente a una motivación política y a recomendaciones de los grandes empresarios y otros grandes intereses económicos.
    
En estas designaciones no se cumplen ni siquiera minimamente con los reglamentos normativos de evaluación y selección para contar con un personal idóneo, de la categoría de un don Virgilio Díaz Ordóñez o de don Manuel Arturo Pena Batlle, quienes deben de ser catalogados como los grandes clásicos de la diplomacia dominicana de todos los tiempos.
    
Y más contemporáneamente, tengo que incluir en estos ilustres diplomáticos a los amigos don Arístides Taveras Guzmán (Titole) y a don Víctor Gómez Berges, quienes aun no habiendo formado parte de los cancilleres esclarecidos de la Era de Trujillo, se puede decir, sin duda, que en el periodo de Balaguer, hay que colocarlos en su justo merecimiento como hombres poseedores de intelecto y de prestancia social y profesional, que dieron cátedras en los foros internaciones de ser diplomáticos con una recia formación académica y de un conmovedor dominio de la oratoria y de la persuasión.  
    
Las mediocridades enquistadas en nuestro servicio exterior, prohijadas de un gobierno a otro, han causado que nuestra representación en los cónclaves internacionales, donde se discuten asuntos de Estado, no hayan podido obtener los beneficios favorables surgidos de una representación digna y capaz para los debates y, teniendo en cuenta los más altos intereses de la nación y no fines personales.
   
 Mientras nuestra diplomacia transite por esos senderos donde prevalecen los intereses políticos y personales, muestra nación no podrá jamás reorientarse y tomar su verdadero nivel y su prestigio en el marco de las nacionales. Los diplomáticos e intelectuales nombrados en este trabajo han sido hombres como dijo Cicerón: "Es un hombre elocuente el que puede tratar los temas de carácter humilde con delicadeza; las cosas grandes, de manera impresionante, y las cosas moderadas, con templanza.".
   
El país pasa hoy por una terrible y despiadada miseria moral. Ello me motiva a parafrasear a José Ingenieros y cito: “Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella”.

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